LA DANZA ROSA
Desiertos. Un ecosistema olvidado, un lugar lleno de desolación, un paisaje infinito, un reto a la vida, el hogar de quienes se adaptan a condiciones extremas, escasez de agua, de alimento, los dos elementos esenciales que dan lugar a la vida. Desiertos llanos, planicies de piedra infinita, dunas inmensas y olas de arena. Desde el reptil que bucea y navega entre las dunas, a la serpiente cornuda que el desierto ha dibujado con escamas de arena.
Pareciera que en este lugar se ha escrito un recuerdo eterno a los dinosaurios. Y si así lo deseamos podemos llegar a leer esos vestigios en los seres escamosos supervivientes: algunos lucen galas en forma de espinas; otros portan vistosas y coloridas capas con propósito seductor; incluso existen quienes llevan guantes de tecnología prehistórica que retan a la gravedad.
Desde hace no demasiado esta historia que prometía ser eterna e inmutable ha comenzado a reescribirse: el ser humano hace acto de presencia en este árido paraje. Los núcleos urbanos se convierten en un nuevo oasis para los escamados que saben adaptarse a él. Los nómadas, comparten las grandes planicies con los pseudosaurios en una relación simbiótica y de compleja e irreductible narrativa: pese a no acabar con ellos, si que los capturan y usan a modo de exhibición. Son un recurso en el lugar, donde también para los humanos resultan escasos. Todo lo que ocurre es una nebulosa de grises, provocada por un turismo irrespetuoso con el medio natural.
Mas al sur llegamos a Merzouga, el lugar donde se borran los recuerdos, recuerdos ocultos por la fuerza del viento, un viento que dibuja patrones inmaculados de fina arena, patrones en zigzag, un lugar de desolación, un sol castigador que inunda de luz blanca el basto paisaje de arena. Montañas vivas, vegetación superviviente, ojos en el interior de las arenas, el desierto escucha, siente, observa. El Fenec oculto en el corazón de Merzouga. De cola larga y color arena las currucas llaman la atención del zorro del desierto, sale de su guarida y entre los arbustos observa, inmóvil, buscando el mejor momento, aquí las presas tienen un alto precio.
Detenemos el motor, sacamos nuestras mochilas y en fila de a uno nos acercamos, siguiendo a Hamith, el beréber que nos lleva al interior del mar de arena. Tenemos en cuenta la dirección del viento, vamos de pie, comenzamos a agacharnos y en los últimos metros, donde la duna permite la vista, nos echamos al suelo. Debemos asomarnos con sigilo.
Tres son los fenecs que corren a gran velocidad, mientras que un cuarto, aguanta con la mirada fija en ese algoritmo desconocido que observa desde lo alto de la montaña. Dos fotógrafos emocionados, con las pulsaciones aceleradas, el viento proyecta pequeños granos de arena sobre nosotros, estamos cumpliendo un sueño, la emoción se apodera del momento y podemos vivir una experiencia que quedará guardada para siempre entre las páginas de ese gigantesco pergamino de arena llamado Sáhara.
